Meterse en un jardín es una de esas expresiones de mi adultez, de cuando vine a vivir a España, que me encantan. Porque hay peligro pero también algo de aventura. No te metes a la jungla, te metes a un jardín. Casi como ser periodista.
Este año me invitaron a Naukas a hablar del futuro. Pensé “qué guay”, pero cuando me preguntaron “¿cómo ves el futuro de los medios? ¿Podrías hablarnos de eso?” inmediatamente me dí cuenta de que me había metido en un jardín.
Estaba leyendo por esos días a Jane Jacobs y se me ocurrió que las ciudades se enfrentan a problemas similares a los del entorno digital en el que convivimos tantas horas.
Si los parques y los espacios públicos online tienen arquitecturas, ¿por qué no dejar de invertir tanto tiempo en campañas cortoplacistas de clicks? ¿Por qué no diseñamos para descubrir los beneficios que Jacobs descubrió en aceras, jardines y parques?
El código no es algo sólo de ingenieros. El periodismo debe buscar espacios donde las diferencias enriquezcan, donde el medidor no sea un contador de clics impulsivos, sino un fuelle que anime al conocimiento y al debate.
Está en juego el acceso a la información pública y el uso de los datos que generamos. Ambos pueden ser usados para fortalecer nuestras democracias y resolver nuestros grandes problemas, o para todo lo contrario.
Más en la tribuna que yo quería titular como este post, pero que para El País lleva «El futuro de los medios«.
En los medios nos hemos olvidado del objetivo de buscar la verdad. A veces escribimos para nuestros jefes, a veces para nuestra burbuja de seguidores de Twitter, a veces incluso escribimos para los lectores del medio en que escribimos. Pero no muchas veces nos atrevemos a dudar de nuestros sesgos.
Tengo la suerte de conocer a varios periodistas que llevan el oficio dentro. Los leo porque sé que los likes les dan igual, que ellos publicarán lo que sea necesario. Pero no es la mayoría. La verdad ya no es un objetivo para la mayoría. Contar los hechos es algo que hacemos, algunos por convencimiento íntimo, otros por costumbre, otros incluso por objetivo comercial: “hay que ser creíbles para construir una marca”.
Internet, el medio digital, nos enamoró desde el principio porque vimos allí en su anarquía, un espacio de libertad y de debate. Nos echamos a sus brazos y nos dejamos llevar por la impulsividad de las redes, por el avasallamiento de los likes, porque creímos que la verdad triunfaría sola, que todo era más transparente y que podríamos hacer un periodismo nuevo partiendo desde cero.
Pero ese espacio de libertad y debate tiene que ser protegido. Allí todo va muy rápido, y como hemos aprendido, también la mentira, también la manipulación, también el ansia de conseguir un par más de clicks y luego rectificaré.
Y los periodistas trabajamos con las prisas. Es más fácil coger una declaración, tira por ahí, hago una llamadita, y monto la URL. Pero hoy en nuestra sociedad hay temas que exigen que nos leamos un par de libros, que hablemos con expertos, que nos enfrentemos a nuestros sesgos y debatamos antes de publicar.
Todos estos matices y puntos de vista necesitan ser negociados, debatidos y defendidos dentro de una redacción. Si no tenemos redacciones donde todos seamos escuchados, si creemos que una redacción es sólo una empresa donde uno va, hace lo suyo y no se moja ni se implica, nos perdemos la ocasión del debate, la ocasión de cambiar lo que estaba mal.
Y cuando digo escuchar a todos, también me refiero a dejar trabajar a todos, a dar más poder de decisión a los periodistas.
¿Cuántas mujeres hay en las redacciones? ¿Y cuántas mujeres están tomando decisiones a alto nivel en esas redacciones?
Quizás la verdadera innovación no es sacar unos gráficos con una nueva herramienta. Quizás la innovación verdadera sea empezar a poner a más mujeres en puestos de mando, cambiar la forma de trabajar, abrir los despachos, escuchar más a nuestros lectores.
Como directivos tenemos que delegar más, confiar más en nuestros periodistas. Como periodistas tenemos que hacernos responsables de contar la verdad. Como primer objetivo. No podemos ser cómodos. No es un oficio para cómodos.
Estos son algunos apuntes que preparé para la charla que tuvimos en la I Jornada de Periodismo Responsable, Innovación y Libertad de la Información, organizada por la PDLI, ayer en Madrid, donde firmamos con otros medios el Decálogo para un periodismo responsable. La charla completa puede verse en este vídeo:
Por eso, recuerden cómo era, y pregúntense: ¿era esto lo que yo quería hacer? Si se responden que no, que no están dispuestos, que no les viene en gana, que no tienen paciencia, felicidades: el periodismo es un río múltiple que ofrece muchas corrientes para navegar. Pero si se responden que sí, les tengo malas noticias: si resulta que son buenos, si resulta que lo hacen bien, es probable que tengan, antes o después, uno, alguno, o todos estos síntomas: sentirán pánico de estar faltando a la verdad, de no ser justos, de ser prejuiciosos, de no haber investigado suficiente; tendrán pudor de autoplagiarse y terror de estar plagiando a otro. Odiarán reportear y otras veces odiarán escribir y otras veces odiarán las dos cosas. Sentirán una curiosidad malsana por individuos con los que, en circunstancias normales, no se sentarían a tomar un vaso de agua. A la hora de escribir descubrirán que el cuerpo duele, que los días de encierro se acumulan, que los verbos se retoban, que las frases pierden su ritmo, que el tono se escabulle. Y, al terminar de escribir, se sentirán vacíos, exhaustos, inútiles, torpes, pero se sentirán aliviados. Y entonces, en pos de ese alivio, se dirán: nunca más. Y en los días siguientes, en pos de ese alivio, se repetirán, muy convencidos: nunca más. Y hasta les parecerá un buen propósito.
Pero una noche, en un bar, escucharán una historia extraordinaria.
Y después una mañana, en el desayuno, leerán en el periódico una historia extraordinaria.
Y otro día, en la televisión, verán un documental sobre una historia extraordinaria.
A Las Naves, digo y el taxista me pregunta “¿Qué está pasando ahí estos días que va tanta gente?”. Estos son los 1200 asistentes que está recibiendo el Internet Freedom Festival, uno de los encuentros de expertos en seguridad y derechos humanos en internet más importantes del mundo, que se celebra en Valencia, España.
Este año, Vozpópuli es media partner y esta semana he estado dos días allí, hablando con gente, aprendiendo y escribiendo. Hoy he publicado parte de una charla que tuve con Tom Lowenthal, periodista y tecnólogo de la CPJ, que acaban de sacar un informe especial donde alertan que los periodistas nos hemos convertido en targets: la precarización de las redacciones, la desproporción de freelancers y la falta de consideración de riesgos digitales y psicológicos conforman un escenario en el que nunca ha sido tan peligroso ser periodista. El informe, en inglés, está en la web del CPJ.
Un joven con un casco en la mano llegó a la redacción preguntando por alguien a quien quería hacer una entrevista. Cuando le pregunté “De parte de quién” y me dijo Álvaro de Cózar se me vino a la mente la introducción del primer capítulo de V, las cloacas del Estado, su voz en mis auriculares desgranando cada caso relacionado con un comisario intrigante, y le pregunté: “¿Eres el del podcast?”. Asintió y en ese momento pensé “¿Cómo es que nadie ha entrevistado al primer periodista que hace una especie de Serial en España?” (Para quien no lo conozca, Serial es un podcast absolutamente brillante que consistió en una investigación documental en forma de serie). Así es que le cité yo a mi vez y salió esta entrevista, donde Álvaro ha dicho cosas muy interesantes sobre el periodismo y los formatos:
Este periodismo se tiene que colocar en otras cajas. Seguirá habiendo titulares, pero si yo me quiero enterar de una historia, ¿cómo hago? Ahora mismo alguien que quiera saber qué es el caso Púnica, ¿dónde demonios lo veo, qué haces? Te vas a la Wikipedia. Porque son los únicos que lo acotan, que le ponen un inicio y un fin. Pero si te vas por ejemplo al archivo de El País, el lío que te haces, tienes que leer 200.000 cosas.
No sé, la historia esta del Banco de Andorra. Nadie sabe nada de eso. Nadie lo ha contado. Hay una cantidad de casos de corrupción que están pasando por ahí. No hay nadie que lo ordene. Y esto lo hacen muy bien los yankees. ¿Por qué en España no hay una puñetera película de la crisis española?
En relación a la serie, me he dejado espoilear un poco por Álvaro pero he tenido la precaución de no hacerlo yo para mis lectores, así que pueden leer tranquilos.
Tom Bodkin, a la izquierda, observando el mockup de una posible portada para el New York Times del miércoles. Stephen Hiltner/The New York Times
Esta mañana, como con el Brexit, en varias redacciones se habrá repetido esta escena. A las 5.3o abrí los ojos y empecé a seguir las noticias. La sensación en Twitter y en los grupos de mensajería era cada vez de más pesimismo a medida que se conocían los resultados de los estados. Me resistí hasta que decidí aceptar las probabilidades y cuando ví el vuelco en los datos del NYT, entré a cambiar la portada de Vozpópuli. Habíamos dejado una muy bonita para Hillary Clinton. Ha sido un día tan movido que casi me había olvidado, cuando leo esto del New York Times, justamente:
And so, in the heart of The Times’s newsroom, long before the exit polls hinted at an upset — and hours before the news media confirmed Mr. Trump’s earthshaking win — Tom Bodkin, The Times’s design director, quietly looked over one such draft.
“MADAM PRESIDENT,” the would-be headline read.
To some, the image you see here is a painful reminder of a historic presidency that did not come to pass.
Redacción de The New York Times, 1942. Fuente: Wikipedia
Las memorias de periodistas, escritores, corresponsales y demás fauna de los medios me fascinan. Gardner Botsford fue editor del New Yorker. En sus memorias, “A Life of Privilege, Mostly«, (Una vida de privilegio, en general), Botsford resume el trabajo del editor en cinco reglas, junto con algunas vivencias con las que todo el que haya cumplido funciones de editor en una redacción le resultarán muy fáciles de identificar con las propias. ¿Quién no ha tenido un Wechsberg?
A principios de 1948, la entrega de «Carta desde París» y «Carta desde Londres» se trasladó desde el domingo a un día más civilizado de la semana, y a mí me trasladaron con ella. Otra persona pasó a encargarse de las noches de domingo y empecé a dedicar la mayor parte del tiempo a editar largas piezas factuales: «Perfiles», «Reportajes» y textos de ese tipo. Seguí editando a Flanner y Mollie Panter-Downes –de hecho, a partir de entonces edité todo lo que cualquiera de los dos escribiese para la revista–, y también me asignaron a varios escritores de primera clase del New Yorker, con muchos de los cuales formé alianzas permanentes. Eso implicaba menos tiempo con los escritores de menor calidad con los que había empezado, los Helen Mears y Joseph Wechsberg. Helen Mears era una escritora olvidable; a Joseph Wechsberg lo recordaré siempre. Era un incordio, un Mal Ejemplo y un rito de paso para cada editor junior. Para empezar, era checo y en realidad nunca aprendió inglés. (Aquí hay una observación biológica de Wechsberg que he conservado intacta a lo largo de los años: «Sin los largos hocicos de los abejorros, los pensamientos y el trébol rojo no pueden ser fructificados».) Además, había empezado como escritor de ficción (ahora es más conocido, si es que se le conoce por algo, por algunos relatos que publicó en la revista antes de la guerra) y, cada vez que los datos que necesitaba resultaban elusivos, se los inventaba. Como su escritura estaba desvinculada de la gramática, el vocabulario y la cordura (ver arriba), podía escribir muy deprisa, y no había nadie más prolífico que él. Sandy Vanderbilt siempre decía que había editado más a Wechsberg que yo, y que había editado más a Wechsberg de lo que el propio Wechsberg había escrito, por culpa de una pesadilla recurrente en la que trabajaba en un manuscrito implacable e interminable de Wechsberg que seguía supurando por mucho que Sandy trabajara, pero cuando fuimos a la morgue y sacamos el archivo de Wechsberg, ninguno de los dos podía recordar quién había editado qué, o, para ser más precisos, quién había escrito qué. Lo que nos molestaba era que Wechsberg era inmensamente popular entre los lectores, lo que quería decir que nosotros éramos inmensa, aunque anónimamente, populares entre los lectores. Cuando llegaron algunos editores que eran todavía másjuniors que yo –Bill Knapp, Bill Fain, Bob Gerdy y un par de figuras más transitorias–, les asignaron a Wechsberg y yo quedé libre al fin. No totalmente libre, por supuesto.
Como la revista publicaba cincuenta y dos números al año, la mayoría de los cuales contenía (entonces) al menos dos piezas factuales, era demasiado esperar que los escritores de primera fila pudieran satisfacer esa demanda. Eso abrió la puerta a escritores de segunda línea y yo (como Sandy, Shawn y todos los demás) tenía que echar una mano. Era el tipo de trabajo que me llevó a una serie de conclusiones sobre la edición.
Regla general n.º 1: Para ser bueno, un texto requiere la inversión de una cantidad determinada de tiempo, por parte del escritor o del editor. Wechsberg era rápido; por eso, sus editores tenían que estar despiertos toda la noche. A Joseph Mitchell le costaba muchísimo tiempo escribir un texto, pero, cuando entregaba, se podía editar en el tiempo que cuesta tomar un café.
Regla general n.º 2: Cuanto menos competente sea el escritor, mayores serán sus protestas por la edición. La mejor edición, le parece, es la falta de edición. No se detiene a pensar que ese programa también le gustaría al editor, ya que le permitiría tener una vida más rica y plena y ver más a sus hijos. Pero no duraría mucho tiempo en nómina, y tampoco el escritor. Los buenos escritores se apoyan en los editores; no se les ocurriría publicar algo que nadie ha leído. Los malos escritores hablan del inviolable ritmo de su prosa.
Regla general n.º 3: Puedes identificar a un mal escritor antes de haber visto una palabra que haya escrito si utiliza la expresión «nosotros, los escritores».
Regla general n.º 4: Al editar, la primera lectura de un manuscrito es la más importante. En la segunda lectura, los pasajes pantanosos que viste en la primera parecerán más firmes y menos tediosos, y en la cuarta o quinta lectura te parecerán perfectos. Eso es porque ahora estás en armonía con el escritor, no con el lector. Pero el lector, que solo leerá el texto una vez, lo juzgará tan pantanoso y aburrido como tú en la primera lectura. En resumen, si te parece que algo está mal en la primera lectura, está mal, y lo que se necesita es un cambio, no una segunda lectura.
Regla general n.º 5: Uno nunca debe olvidar que editar y escribir son artes, o artesanías, totalmente diferentes. La buena edición ha salvado la mala escritura con más frecuencia de lo que la mala edición ha dañado la buena escritura. Eso se debe a que un mal editor no conservará su trabajo mucho tiempo, mientras que un mal escritor puede continuar para siempre, y lo hará. La buena escritura existe al margen de la ayuda de cualquier editor. Por eso un buen editor es un mecánico, o un artesano, mientras que un buen escritor es un artista.